lunes, 11 de enero de 2010

Carlos

Antes de salir hacia el parque, decidió hacer su ruta nocturna por los objetos de arte que decoraban su casa. Un tapiz por aquí, una maqueta por allá… a lo largo de los siglos había recopilado demasiadas cosas, demasiada chatarra. Pero era un hombre al que le costaba olvidar, y sobre todo, desprenderse de ciertos objetos.
Después de acariciar aquel collar, aquel que se encontraba sobre el busto de una mujer egipcia, aquel que hacía que todo lo restante en la habitación se volviera invisible, decidió salir a la calle a encontrarse con el frío invierno esperándole tras la puerta de salida. Después de tantos siglos, la mayoría de las piedras del collar se encontraban ya pulidas del tacto y roce de su mano. Pese a que no podía sentir el frío aire que le envolvía, todavía notaba el tacto de las piedras bajo su mano, y el calor de la piel que, siglos antes, se había encontrado debajo.

Pronto llegó a una calle peatonal, paralela a una de las más grandes avenidas de la ciudad en cuestión, y paseó por ella sorteando a los viandantes y mirando distraídamente a su alrededor. Tiendas, puestos de mujeres que vendían mazorcas y castañas calientes, gente, gente, gente, más tiendas, más gente. Las luces lo iluminaban todo, luces de coches, de farolas, la iluminación navideña del Corte Inglés… pese a todo, no se sentía especialmente agobiado, pero siempre había preferido la soledad de su casa al alboroto de las calles.

Mientras se entretenía jugueteando con un papelito en el interior de la gabardina (algún albarán o vaya usted a saber), olfateó algo en el aire que le hizo girar la cabeza. Olía a vainilla y a sangre. El olor salía del interior de una tienda de las que le hacían tener ganas de matar a alguien. Música demasiado fuerte, chicas parloteando entre ellas y dependientas que no le quitan a uno el ojo de encima. Pero es verdad que ellas no tenían la culpa de considerarle demasiado guapo. Él mismo se lo consideraba también.

Sea como fuere, el olor a vainilla lo atrajo más de lo que había querido confesar y acabó entrando, haciéndose el novio despistado que iba a comprarle algo a su amada. Como si él pudiera amar. Tampoco lo echaba de menos. No era por su corazón muerto, los toreador seguían adorándose unos a otros después de muertos y su estado no les impedía caer en el hedonismo. Nah, hubiera podido seguir amando de no ser porque… bueno, no quería pensar en ello.

Mucho tiempo después de que le pasara su última gran desgracia, conoció a Kirt y decidió crear la Quedada, un poco más alejado de las estrictas reglas del Eliseo, situado, por cierto, en la lonja; en la histórica, por supuesto, no querían ir oliendo a pescado por la calle. Sus víctimas se reirían de él. Además, aborrecía el pescado.
Las reuniones solían ser diarias, y podía acudir quien quisiera, siempre y cuando fuera un vampiro o su sirviente de sangre, un ghoul. Todos estaban invitados a sus reuniones, pero últimamente la creación masiva de chiquillos les había puesto en el dilema del genocidio indiscriminado de vampiros. Si eran demasiados, no habría población suficiente para satisfacerles, y había vampiros, en especial los neonatos, que no se paraban a dejar el mínimo de sangre en sus víctimas para que pudieran recuperarse. El Elíseo ya les había dado un ultimátum, y pronto Carlos con sus compañeros César (un refinado a la vez que sádico lasombra), Malki (un malkavian que encontraron por casualidad y se les unió sin preguntar. Pese a todo, en sus escasos momentos de lucidez, aportaba ideas. Cuando no estaba lúcido también, pero más… creativas) y Kirt tendrían que llevar a cabo una purga. Dejarían a los más antiguos, como Dwende, Tybalt, Pisuka, Mura y otros, y exterminarían a los neonatos inútiles. No querían que hubiera una plaga tan débil que incluso pudieran reproducirse.

Mientras meditaba sobre la cantidad de explicaciones que tendrían que dar a los respectivos creadores o sires, Carlos toqueteaba camisetas que parecían hechas para prostitutas en vez de para niñas de trece años (la media de edad que rondaba la tienda), y de pronto, el olor a vainilla le llegó con más fuerza. El vampiro giró la cabeza instintivamente. El olor provenía de una mujer (menos mal, no habría querido confesar que se había sentido atraído por el olor afeminado de un hombre). Tendría unos catorce años. Llevaba una chaqueta negra con capucha, desabrochada, pues dentro del local hacía un calor infernal. Sus pies se calzaban con botas de piel negras hasta las rodillas, medias del mismo color hasta medio muslo, mini falda escocesa con un cinturón de tachuelas y una camiseta muy escotada, del mismo color que todo lo demás. Una goticucha. Bah, en el parque tenía a montones. Pero le vendría bien disfrutar un poco mareando a los mortales.
Sin embargo, si hubiera tenido un corazón vivo, con total seguridad hubiera comenzado a bombear con más fuerza que de costumbre al vislumbrar la cara de la joven. Bajo unas gafas finas con las patillas a rayas negras y blancas se encontraba una carita que él conocía muy bien. Demasiado bien.

De pronto, Carlos sintió que le faltaba el aire (pero, ¿cómo? No necesitaba respirar). Se sintió agobiado, necesitaba salir de aquel antro, respirar aire fresco. Necesitaba… oh, dios, la arena. Recordaba el calor de la arena y su tacto áspero. Recordaba su risa escandalosa y sus ojos de serpiente. Lapislázuli, el collar. Aire fresco, aire fresco.

El hombre salió a trompicones de la tienda y se apoyó contra la fría y gris pared del edificio, tratando de recuperar la compostura. Estaba harto de que pasara aquello. Debía alejarse de ella, no quería… no podría soportar de nuevo aquella tortura. Siempre era igual. El hombre tenía más de 4000 años y seguía comportándose igual al verla, seguía llorándole igual cuando se iba. No podía soportarlo más, así que sin pensarlo más veces, decidió continuar caminando hacia el parque en el que había quedado con todos sus colegas.

¿Qué hacía ella otra vez allí? ¿Es que no iba a poder descansar nunca? Algunos vampiros siempre hablaban de que sufrían una maldición constante por no ver la luz del día, por tener que asesinar a seres humanos para comer… ¿era aquella su maldición, encontrarse con ella una y otra vez a lo largo de los siglos?

Carlos continuó cavilando sobre aquel asunto mientras retomaba su camino hacia el parque. Faltaban un par de manzanas para que llegara y comenzaba a hacerse tarde. Y aborrecía llegar tarde.

De pronto, las suelas de sus zapatos pisaron la grava del parque. Se detuvo y miró hacia atrás, sorprendido ¿había utilizado celeridad? Esperaba que no, habría roto por completo la Mascarada, aquel complejo sistema de encubrimiento que habían establecido casi todos los vampiros del mundo desde tiempos inmemoriales para que los humanos no intervinieran en sus asuntos. Sea como fuere, no parecía que hubiese ningún humano mirando asombrado la estela de luz que había pasado junto a él. Mejor así.

Carlos se internó en la penumbra del parque y miró asqueado a los neonatos, que se creían los amos del lugar, que no sabían nada del mundo de Tinieblas.
Cuando los estúpidos charlatanes se dieron cuenta de quién había entrado en su hábitat, se giraron para mirar, fascinados; incluso algunos se alzaron sobre los dedos de sus pies para mirar por encima de las cabezas que les tapaban la visión de aquel Anciano.

César, Kirt y Malki se acercaron con su habitual indiferencia de superioridad y le saludaron con un apretón de manos. Los murmullos se extendieron en torno suyo cuando comenzaron a caminar hacia un lugar un poco más apartado para poder charlar sin que nadie les molestara con sus estúpidas preguntas sobre la eternidad.

Carlos miró a sus compañeros, que parloteaban entre ellos, fingiendo que les escuchaba, pero su mente no podía apartarse de la chica de la tienda. ¿Quién sería ahora? ¿Una estudiante? Claro, ahora todos los jóvenes estudiaban. Dios, qué ganas tenía de volverla a ver, volverla a tener entre sus brazos. Pero no, la última vez juró que no volvería a mirarle, ni a hablarle. No se sentía con fuerzas para sufrir otra vez.

Carlos giró la cabeza hacia la biblioteca como activado por un resorte. Claro, si era estudiante era muy probable que fuera a estudiar. Pero no –se dijo- no llevaba mochila a la espalda. Joder, Carlos, deja de pensar en ella.
El vampiro sacudió la cabeza y sus compañeros le miraron, extrañados, pero, si de algo podían hacer alarde sus compañeros era de respetar su intimidad, así que no le preguntaron. Mejor.

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