domingo, 2 de octubre de 2011

Yasshiff

Su piel morena destacó sobre el color claro de la pared. Acababa de regresar de la calle, y dios sabe que necesitaba una ducha. Después de salir del baño, las gotas de agua aún resbalaban por su piel de caramelo, como en una alocada carrera por ver cuánto de él podían tocar antes de caer al suelo.

Aunque la nicotina contenida en un cigarrillo no podía proporcionarle ningún tipo de consuelo real, Yasshiff se encendió uno, aspirando el humo lentamente y soltándolo por la boca y la nariz. Se dejó caer sobre el sofá de cuero y puso los pies en la mesilla que había frente a él.
El humo ascendió lentamente hacia el techo, formando espirales y contorsionándose de forma casi demoníaca. Hipnótica.

Yasshiff levantó la mirada de la pantalla del móvil y la clavó en mis ojos. No me había dado cuenta de que le estaba mirando con tanta intensidad hasta que desvié mi propia mirada.
Suspiró algo así que sonó como mi nombre, y volví a dirigir mis ojos hacia él. Uno de sus alargados colmillos había roto la piel de su labio, y, sintiendo un fuego de hambre que surgía profundamente de mis entrañas, me acerqué hasta a él y bebí hasta que sentí que la herida se cerraba bajo mi lengua, serpiente incansable que acariciaba sus labios, en busca de más sangre para calmar mi ansia.

Él me cogió firmemente de los brazos y me apartó. Al día siguiente tendría moretones, pero en aquel momento no me importó.
-Claudia -repitió, en un susurro. Me puso el cigarrillo que había estado fumando en la boca y se levantó.
Efectuaba cada uno de sus gestos con la intensidad y dulzura con la que un pianista apretaba las teclas de un piano. Acariciaba el gatillo de la pistola antes de apretarlo, me acariciaba el cabello antes de morderme, de sumirme en mis más horribles pesadillas. No lo hacía a menudo, acariciarme o morderme, pero cuando lo hacía era terrible y delicado a la vez.

Hacía más de una semana que no intercambiábamos palabras. A veces él no estaba de humor. A veces ni siquiera estaba. Aquella noche, sin embargo, antes del amanecer, antes de sumirse de nuevo en aquel sueño fúnebre, dejó la puerta de su habitación abierta. Apagué mi cigarrillo en un cenicero cercano y me interné entre las sábanas, desnuda. Su ropa ensangrentada todavía reposaba en una silla cercana. Su olor, al meterse en la cama conmigo, era como debía de oler la mismísima Parca, pero era tan familiar para mí que me ayudó a relajarme entre las sábanas de hilo egipcio. Mi piel se puso en guardia con su contacto frío.

Me miró una vez más con sus ojos de musgo, intensamente, antes de que perdieran el brillo de la vida y su cuerpo se quedara mortalmente rígido. Aquella noche había matado, y no estaba de humor. Quizá aquel era el olor de la Muerte, pero le susurré mil fantasías al oído, derramé lágrimas de amor sobre su pecho. Le abracé, quizá para ocultar su olor con mi perfume francés. Quizá para ocultar mi perfume francés con su olor. Hundí mi nariz en la suave curvatura de su cuello antes de quedarme dormida.

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