viernes, 15 de marzo de 2013

Inés II


Me había prometido a mí misma llevar el asunto con gracia y elegancia. Al fin y al cabo, era tan sólo una boda. Ya no tenía edad para emocionarme con este tipo de menesteres; a pesar de mi aspecto, tenía casi 200 años, los suficientes como para sentar un poco la cabeza.
Sin embargo, no dejaba de estar atenta a cualquier ruido. Mientras las criadas me vestían, tenía el oído alerta, buscando una voz, buscando gritos, buscando cualquier indicio de que alguien estaría  luchando para sacarme de allí.
Conforme se iba acercando el momento del enlace, mientras caminaba por los pasillos del palacio hasta la capilla, seguida por las criadas que arreglaban la cola del vestido, o me colocaban algún mechón de cabello suelto, mi vista no dejaba de dirigirse hacia todas las puertas, esquinas, pasillos... buscando alguna ruta de escape por si, llegado el momento, era necesaria. Por si se presentaba junto a mí, me cogía de la mano y teníamos que huir antes de que la velocidad de algún otro vampiro nos atrapara.

Sin embargo, conforme más me acercaba a la capilla, los nervios se acrecentaban, a la vez que la esperanza moría dentro de mí. Una criada me colocó el velo sobre el rostro, y ya no pude ver más que sombras borrosas, indefinidas, rojas como la sangre que mana de las arterias. Aunque había sido el color imperante en mi armario, no había podido vestirme de blanco para este enlace. El blanco era nuestro color, era algo íntimo, entre él y yo, y, parecía, lo único que me quedaría de él en adelante. Así que el sastre me había confeccionado un vestido rojo granate, de terciopelo con ribetes en dorado. Pensé que lo había hecho porque iba "a juego con mis ojos", pero no, ya que el costurero me había cubierto el rostro con el velo más tupido que había visto en una boda. Quizá para tapar mi rostro demoníaco. 

Se abrieron las puertas. El rudo Brujah, adecentado para la ocasión, vino para tomarme del brazo. Eché una última mirada por encima de mi hombro, antes de respirar hondo y ponerme a andar. Sin embargo, y a pesar de que me había prometido a mí misma llevar todo aquel asunto con gracia y elegancia, unas lágrimas silenciosas comenzaron a recorrerme las mejillas. No había venido. Cada paso aumentado por el eco de mis chapines contra el suelo eran un recordatorio de que no había venido. Me había abandonado.

Para ser francos, si hubiese venido, lo más seguro es que no me habría fugado con él. Pero el que no se hubiese presentado simplemente era... desgarrador. ¿Significaba aquello que no merecía la pena arriesgarse ni un poco por un amor que compartimos durante casi diez años? Quizá, si me lo hubiese pedido con las palabras adecuadas, sí que me hubiera fugado con él.
En cualquier caso, era tarde para elucubraciones. Leonardo ya estaba frente a mí, y me profirió una sonrisa cuando me solté del brazo de Velkan y me situé a su lado. Era patético, pero no podía dejar de llorar. 

A pesar de que traté de ser lo más discreta posible, supuse que Leonardo se dio cuenta ya que, para dar el beso que sellaría nuestra unión, a penas levantó mi velo, para que no me vieran el resto de asistentes. Al fin y al cabo llevaba las mejillas cubiertas de regueros de sangre. O quizá no se había dado cuenta, y sólo lo hizo para que no vieran lo desagradable que era el rostro de su nueva esposa. 
Al contrario que Leonardo, él nunca se habría avergonzado de mi rostro, por muy poco ortodoxo que fuera. O quizá se estaba avergonzando ahora, y por eso no venía a por mí. Como fuera, mientras abandonábamos la capilla, me prometí a mí misma que, así como él no había luchado por recuperar nuestro amor, yo no dedicaría ni un minuto más de mi tiempo en lamentarme por él, y por lo que podría haber sido. Aunque sabía que no iba a cumplir mi promesa, aquel pensamiento me ayudó a calmarme, al menos, por un rato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...