lunes, 3 de octubre de 2011

Claudia


Su figura se recortaba en el cristal del segundo piso de aquel edificio. Era un edifico del casco antiguo, de apenas 3 plantas. Los ladrillos estaban a la vista en algunas zonas, dando un aspecto lamentable. Las pintadas se sucedían en la pared, saltando en los trozos en lo que la fachada se estaba desprendiendo.
Saqué otro cigarro de la cajetilla, apenas sentía nada cuando el humo entraba por mi garganta, cuando llegaba a mis pulmones y luego salía, exactamente igual que cuando había entrado. Era una vieja manía que me hacía parecer más humano.
Encendí el cigarro, y me apoyé en la pared, mirando hacia la ventana. Por la calle, la gente cambiaba de acera cuando llegaba a mi altura. Nunca había sido lo que se dice un buen chico pero con los años me había transformado en un autentico monstruo.

El humo subía hacía arriba ocultando una figura, la figura del segundo piso. Allí donde las miradas de muchos se detenían , perdiéndose durante minutos, durante un tiempo en el que nada importaba. Mi mirada también estaba en el segundo piso, en una imagen distorsionada por el humo de los cigarrillos.
La figura era la de una mujer, bastante joven, de unos 20 años. Tenía la piel blanca, como una pequeña muñeca de porcelana. Su pelo negro, como la mismísima noche caía en cascada sobre su espalda. Aquella noche lo llevaba rizado, como una maraña salvaje. Su piel sin duda daba la sensación de ser delicada, pura, incluso se atrevería a blasfemar y decir que sagrada. En cambio su cuerpo. Espanté el humo, para poder verla mejor. Su cuerpo era lo más parecido que podías encontrar al pecado, al pecado original, aquello por lo que subirías al mismísimo cielo y le arrancarías el corazón a Dios. Sus curvas se perfilaban contra el espejo, estaba en una sesión de fotos y los flashes se reflejaban en la pared del edificio de enfrente. Ese cabrón había gastado por lo menos 4 carretes en los últimos 20 minutos.

El cigarro hacía rato que se había apagado, pero poco me importaba. Seguía mirando su figura, a través de la ventana. Muchos veían su figura pero yo veía cada detalle de su piel, de su pelo, de su rostro. Veía cada detalle del conjunto que llevaba.
Ella se bajó del escenario. Hice el ademan de apagar el cigarrillo, sin darme cuenta que estaba apagado. Mi mirada seguía perdida en la ventana del segundo piso.

Entré en el coche, apenas tenía tiempo de volver. EL camino fue rápido, apenas un par de semáforos, un par de policías registrando a dos pobres negros. Un camello pasándole un soborno al patrulla.
En apenas unos minutos estaba en casa. Olía a perfume francés. Avancé hasta el comedor. Había un par de revistas tiradas en el sofá, unos vaqueros negros encima de una silla, un camisón en el pomo de la puerta.
Agarré aquella prenda y la puse cerca de mi cara, aspirando lentamente.
Perfume francés.
Volvió a mi cabeza su piel, del color del nácar, recordé la sangre brotar contra ella, tan roja, tan brillante. Era una escena hermosa. Mi hambre se encendió, como un fuego que nace desde las entrañas, y no puedes apagarlo con agua, solo con sangre.
Vi la sangre caer por su cuello, deslizándose por su clavícula, mi lengua recorría su piel, dejando una mancha rojiza, hasta llegar a la herida del cuello.
Mis manos acariciaban su cuerpo, suavemente, era como la seda. Por eso compre aquellas sabanas, era el tacto de su piel, cuando la agarrafa fuertemente sin dejarla marchar, cuando bebía de su vida, manchado aquella piel, para darme mi vida.
Apreté con fuerza la prenda, aquel perfume era penetrante, mucho más penetrante que cualquier otro.
Cada vez era más fuerte.
Oí la puerta. Su melena azabache cruzo el comedor. Sus ojos se cruzaron con los míos, tenía miedo cada vez que miraba, podía verlo, y podía también ver la pasión que se escondía.
Encendí otro cigarro, aquella iba a ser una noche diferente.

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